CARLOS CASTRO - LOS PADRES AUSENTES

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Los padres ausentes

Yo creía hasta ahora que todas las cosas del universo eran, inevitablemente, padres o hijos. Pero he aquí que mi dolor de hoy no es padre ni es hijo. Le falta espalda para anochecer, tanto como le sobra pecho para amanecer y si lo pusiesen en la estancia oscura, no daría luz y si lo pusiesen en una estancia luminosa, no echaría sombra. Hoy sufro suceda lo que suceda. Hoy sufro solamente.
César Vallejo, “Voy a hablar de la esperanza”, en Poemas en prosa (París, 1939).
La humanidad está huérfana. Todos los caminos parecen convenciones para ordenar el vacío cósmico. Ni norte ni sur, ni arriba ni abajo, ni blanco ni negro. La realidad es un campo de batalla dispuesto a la conquista por unos u otros, cada quien con un propio sentido común. Cuando triunfa un bando, este se encargará de hacernos una familia que nos educará en las reglas de juego, nos entregará unos padres (“padres de la patria”, los llaman desde tiempos romanos) que serán los padres espirituales de nuestros padres genéticos: ellos nos ayudarán a enfilar, para una causa común, nuestras subjetividades dispersas. Empleando las dosis de violencia necesarias, ellos nos enseñarán lo que debemos aprender para hacer más tolerable la diferencia humana: siempre será más fácil administrar una masa homogénea que un mundo por cada cabeza.
Con el tiempo, así como ocurre con nuestros padres genéticos, nuestros padres espirituales envejecerán y morirán. Polvo de estrellas, carne y barro. La vida es dinámica. Este sentimiento de orfandad se hará más fuerte en los momentos de transición política, cuando caducan los viejos regímenes y las fuerzas de la historia nos permiten vislumbrar un orden nuevo. Las revoluciones son el instrumento para hacer más rápido y eficaz ese tránsito doloroso entre órdenes, ese momento liminal: con frecuencia surgen a partir de lo que parecen pequeños desacuerdos (un florero, un ojo perdido, una reforma tributaria) y, aunque por el camino remuevan nostalgias y ensoñaciones del pasado, terminarán por apuntalar nuevas formas de ver la realidad.
En el cambio de mando quedaremos huérfanos y ante la soledad no tendremos más que hacernos a una nueva familia en la que el anterior patriarca (semivivo desde alguna tumba o vigilándonos desde algún monumento) deje de infligirnos dolor. ¿Habrá llegado el momento de inventarnos unos padres nuevos que vuelen con nuestro viento? ¿Quiénes serán los nuevos padres de nuestros padres? ¿Cuál será el espíritu rector de la acción colectiva? Y, ¿realmente necesitamos otros padres? ¿O quizá lo que verdaderamente necesitemos sea, como Adán y Eva, los primeros habitantes del mundo, aprender a vivir en soledad?

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En Bogotá no existe prácticamente ninguna estatua del siglo XIX o la primera mitad del siglo XX que se encuentre en su emplazamiento original. Al menos un centenar de ellas han sido trasladadas una y otra vez atendiendo consideraciones urbanísticas, arquitectónicas, paisajísticas, estéticas o políticas, e incluso, muchas se han extraviado. Los movimientos populares han entendido este carácter provisional de la estatuaria y lo han convertido en un acto político. Las estatuas, por más que su nombre nos invite a suponerlo, no son estáticas por naturaleza y, a diferencia de los edificios, no están enraizadas en la tierra en conexión pachamámica. Las estatuas son organismos móviles que, así como en un momento histórico son emplazadas en un lugar atendiendo a la ideología dominante (por ejemplo: el proyecto de "construcción de Nación" durante La Regeneración llevó a la proliferación de estatuas de conquistadores), en otro momento histórico pueden ser desplazadas a otro parque, museo o bodega. Esto no significa que no deban ser conservadas, significa que no necesariamente un monumento que ensalza valores incompatibles con la democracia deba permanecer hasta el fin de los tiempos en su ubicación original, a pesar de los cambios en el sentido común.

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Desde hace dos décadas, el artista Carlos Castro Arias (Bogotá, 1976) ha sido un observador de los mecanismos profundos, no siempre evidentes, que subyacen en los procesos de construcción de la historia. A través de la parodia, el sarcasmo, la apropiación crítica de las estrategias del llamado “arte culto”, el quiebre de las jerarquías entre disciplinas artísticas, y la subversión de las tradiciones populares y las imágenes históricas, Castro revisa aquellos episodios pasados por alto en el relato historiográfíco tradicional, cuestiona la noción de padre espiritual, las formas como trasvasamos las leyendas en historias oficiales (que a su vez devienen en corsé colectivo) y cómo ese pasado alternativo (subestimado por la historia más canónica) pervive en el presente cotidiano.
Uno de los mecanismos de las poderosas imágenes construidas por Castro es la representación extrañada: presentarnos ciertos personajes en un soporte técnico que la historia del arte ha reservado para otros en función de su clase, raza, origen o género, o utilizando formas expresivas propias de una época o lugar (que asociamos a un escenario específico) para representar personajes de otra época o lugar, llevando nuestra mirada a la sorpresa, al extrañamiento, y en el camino, haciendo evidente el entramado ideológico que se esconde detrás de ciertas imágenes cotidianas pretendidamente asépticas, apolíticas o acríticas.
Este tipo de alteraciones del sentido común es evidente en el proyecto Alma enemiga: un busto de Cristóbal Colón recubierto con chaquiras de la cultura Inga del Putumayo, un gesto antropófago de Castro en el que la figura de Colón, el “héroe fundador” de América (manufacturado en bronce siguiendo el academicismo decimonónico), es deglutida y expulsada convertida en una suerte de máscara popular amerindia que no oculta su origen mestizo. Castro no sólo quiebra los límites ficticios entre “artesanía” y “arte”, o entre “baja” y “alta” cultura (el artista escapa sagazmente de esta discusión bizantina), sino que cuestiona los mecanismos de representación oficial. Al igual que los jíbaros, un grupo indígena del Putumayo conocido por cortar, reducir y conservar como amuleto la cabeza del enemigo, Castro conserva la cabeza escultórica de Colón y la vuelve un fetiche amerindio que pone el alma del conquistador a su servicio personal: el invasor le entregará su fuerza y poder a la tribu subyugada o al territorio conquistado, y protegerá a su poseedor de los males del mundo.
En este implacable desguace de la historia, Castro revisa las formas como monumentalizamos a distintos personajes públicos de Colombia, México o Estados Unidos (el artista actualmente reside en San Diego). Castro “desbarata” la figura de Simón Bolívar, nuestro pater patriae por excelencia, en la escultura Pueblo, en la que literalmente prende fuego a la representación heroica del padre fundador; o en el video El que no vive no sufre, donde unas palomas antropófagas degluten el célebre bronce de Bolívar, de Pietro Tenerani. Castro, así como desbarata viejos monumentos, también crea nuevos al monumentalizar críticamente personajes del cosmos popular, como en Mythstories (2017-2019), una serie en la que incorpora (en lo que parecen tapices medievales con escenas ensoñadas) a Hugo Chávez, Pablo Escobar o Álvaro Uribe.
En 2017, Castro inició una serie de pinturas a partir de monumentos intervenidos por manifestantes, haciendo confluir en una misma imagen distintas tradiciones pictóricas a veces contradictorias: puede representar con aerosol y óleo (a la manera de un grafitero) una estatua rayada, pero la representa como un retrato barroco del siglo XVII, con los claroscuros acentuados y las figuras teatralizadas, aunque el fondo de la obra invoque el expresionismo abstracto, un movimiento de los años 50. Una serie de anacronismos cuidadosamente calculados para, en su trasposición, revelarnos los escondrijos ideológicos de la historia y del arte. El artista construye una poética de la imagen vandalizada, revisa críticamente la tradición del retrato y mira quiénes son los sujetos susceptibles de ser representados; cuestiona las costumbres no sólo políticas sino estéticas y le confiere a la pintura un carácter documental de la historia. La imagen vandalizada restituye humanidad al sujeto representado: este no será más un ser idealizado o inmortal, ahora será frágil y vulnerable.
Las palabras “patria” y “patrimonio” tienen la misma raíz etimológica en pater o patris, que significan “padre”: “patria” alude al “país del padre” y “patrimonio” a los bienes que se heredan por vía paterna. Por su parte, “padre de la nación” significa algo así como “el padre del país del padre”. Y esta idea de padre, quizá desde Roma, alude directamente al varón. En medio de esta proliferación de padres espirituales que moldean nuestra vida común, habría que preguntarnos por el lugar de la madre. En su instalación Hogar, Castro prende fuego a una lámpara de cristal, que a lo mejor encarna aquella casa burguesa que, a su vez, representa la tradición, la familia y la propiedad. Quizá este fuego purificador sea una invitación a sublimar la casa paterna que todos hemos heredado.

Texto por: Halim Badawi

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